Los retablos mayores en el sur de la diócesis de Santiago de Compostela durante el siglo XVIII (1700 a 1775). Iglesia, cultura y poder

  1. Rega Castro, Iván
Dirigida por:
  1. Juan Manuel Monterroso Montero Director/a

Universidad de defensa: Universidade de Santiago de Compostela

Fecha de defensa: 22 de septiembre de 2010

Tribunal:
  1. José Manuel García Iglesias Presidente/a
  2. Stefania Tuzi Secretario/a
  3. José Miguel Morales Folguera Vocal
  4. Vitor Serrão Vocal
  5. Jesús Miguel Palomero Páramo Vocal

Tipo: Tesis

Resumen

La situación periférica de Galicia, en un extremo del noroeste con apenas comunicación con el resto de la Península, es uno de los factores tradicionalmente esgrimidos para explicar su atraso cultural durante el Antiguo Régimen. Además de este aislamiento, hay que hacer hincapié en la dispersión de la población, los contrastes entre la costa y el interior, la ausencia de núcleos urbanos importantes, una organización social dominada por el clero y por la hidalguía, una población mayoritariamente rural, pobre y culturalmente dependiente. Si bien la Galicia del Barroco vivió en los tres primeros cuartos del siglo XVIII un período de gran crecimiento económico y con certeza un gran esplendor cultural, en especial la región del Atlántico, que sin duda se reflejó en la arquitectura y el arte de uso religioso. En efecto, los historiadores del arte acostumbran a decir que hay una relación de dependencia entre el florecimiento de la talla y la riqueza del arte religioso con el alza en los precios y el crecimiento demográfico durante los siglos del Barroco. Esto, por su parte, tendrá su reflejo en los caudales de las cofradías religiosas y en las Fábricas de las iglesias parroquiales, junto a las arcas de catedrales y monasterios. Con todo, quizá no siempre haya sido así y, a su vez, la explicación tenga que ver con los dos motores principales de la cultura del Barroco en el Noroeste, esto es, la reforma religiosa y la ruralización de la Galicia del 1600. 1. La confesionalización que tuvo lugar en las Castillas durante los siglos XVI y XVII poco se dejó sentir en el Noroeste, en gran parte debido al hecho de que ésta se inició, ante todo, con la acción de las nuevas órdenes religiosas. En Galicia, en cambio, la reforma religiosa de la Edad Moderna fue obra de los mendicantes, de las jerarquías y, en especial, del clero parroquial. Es así que la mejora de sus costumbres y comportamientos era una constante en las acciones de los obispos del Reino de Galicia, desde finales del siglo XVI, y de este modo, bajo el estandarte de la reformatio in capite et in membris [reforma en la cabeza y el cuerpo], cuajó la idea de que las medidas para contención de las costumbres del bajo clero secular se constituían en fórmulas de mejora y aculturación del pueblo. Infelizmente este proceso de aculturación no dio resultados positivos hasta finales del 1600. Sea como fuere, la reforma del clero de la diócesis de Santiago de Compostela tuvo dos consecuencias después de 1700: a) en relación a los obispos y arzobispos, hay que insistir en la notable seriedad de los obispos del siglo XVIII, frente a la escasa ejemplaridad de los anteriores, especialmente durante los reinados de Felipe IV (1621-1643) y Carlos II (1665-1700); b) también el clero parroquial vivió un cambio durante buena parte de la primera mitad del siglo XVIII, gracias a la acción de la visita y corrección de los arzobispos, el concurso a curatos y la mejora de los niveles medios de educación de los nuevos rectores. Éstos ya conscientes de la dignidad del sacerdocio, se ocupan, con más o menos fortuna, de la mejora espiritual de sus ovejas, restauran y mantienen su iglesia, cuidan de su propiedad, enseñan el catecismo, se esfuerzan en dar esplendor a las ceremonias, y alientan la creación de cofradías y de pequeñas escuelas parroquiales de primeras letras. Es cierto que el clero parroquial, en particular, y el conjunto del bajo clero, en general, se encargó del control de la vida religiosa del siglo XVIII, apoyado casi siempre por religiosos mendicantes. No hay duda que la calidad y cantidad de sus efectivos son factores que miden la clericalización de la sociedad y su influencia sobre la cultura del Barroco. Por otra parte, la reforma religiosa de la Edad Moderna, en efecto, ha sido una ofensiva contra la cultura popular (cultura canonizada vs. no-canonizada). Es cierto que la reforma de la cultura popular se dibuja como una empresa, ante todo, de la clerecía, sin que la Inquisición ejerciera una influencia acusada. De hecho, los gallegos no tuvieron que preocuparse por el Santo Oficio hasta 1560. Después, durante el siglo XVII el tribunal de Santiago de Compostela se convirtió en el menos activo de los tribunales del Santo Oficio de las Castillas. En este contexto, verdadero locus communis de la historiografía fue dar cuenta de un conjunto de medios de acción, de agentes y de estrategias: a) en primer lugar, las misiones populares: bajo el auspicio de las autoridades eclesiásticas, durante la segunda mitad del 1600 y las primeras décadas del siglo XVIII Galicia vivió el apogeo de las campañas de recristianización y la multiplicación de misiones que pueden calificarse de populares y rurales. No hay duda que fueron los capuchinos y jesuitas los iniciadores de este movimiento. b) por otro lado, las cofradías y la evolución del asociacionismo religioso, que vivió su apogeo entre 1630 y 1740. Al respecto, el crecimiento de las cofradías hasta la segunda mitad del siglo XVIII está relacionado con la predicación de los frailes dominicos y franciscanos y los mandatos de las jerarquías; dado que estas comportaban garantías de participación de los fieles en los oficios religiosos y solemnidades, seguridad en la difusión y canonización de las nuevas devociones de la Iglesia postridentina, y, en última instancia, acumulación de caudales para dar el necesario esplendor al culto en las iglesias rurales. Si bien hubo otros dos medios de acción en la Galicia del Barroco, a los que quizá se les prestó menos atención: a) la oratoria sagrada, arte de persuadir a las audiencias, antes que demostrar las verdades del mensaje religioso; b) el arte de uso religioso. Desde la Baja Edad Media, en relación a las funciones de la imagen, la Iglesia católica afirmó que éstas eran: didáctica, nemotécnica y afectiva. El poder emocional y de persuasión de las imágenes de uso religioso ha de ser paralelo al desarrollo de unas devociones que encuentran fundamento, ante todo, en las disposiciones de las jerarquías eclesiásticas y cuya observancia es, en última instancia, manifestación de la aceptación de su autoridad. Esto habla de la secuencia circular de imagen-devoción-autoridad. De hecho, los retablos no sólo eran soporte de la Doctrina, no sólo eran una invitación a la piedad, un medio para la salvación y el instrumento más persuasivo de educación y propaganda, sino que, por su tipología y distribución, respondieron a un sentimiento de jerarquía en los papeles atribuidos a personajes y creencias. En efecto, se dio un cambio en la jerarquización de los espacios de uso religioso entre los siglos XVI y XVIII que se materializó en su compartimentación y gradación en relación con las necesidades del culto. No hay duda que la jerarquía de los altares y de su iconografía es marca de la Iglesia postridentina, cuyos dictados se materializaron en la abundancia de las representaciones cristológicas y marianas y, en suma, en su posición en las iglesias; amén de la fortuna de S. Roque (éste, en casi el 37 por ciento de los retablos mayores del sur de la diócesis de Santiago de Compostela datados entre 1700 y 1775), S. Antonio de Lisboa (en el 40 por ciento) y S. José (en el 45 por ciento). Es un hecho que hay un esquema de reparto y aprovechamiento del espacio sacro, de modo que la iconografía y la religiosidad oficial ocuparon los lugares de privilegio, se situaron en los retablos y las capillas mayores y relegaron la religiosidad popular a ámbitos secundarios o marginales. De esta suerte, el altar mayor fue, en verdad, manifestación y triunfo de la Iglesia del Barroco, y, en relación con su iconografía, hay que hacer hincapié en el culto al Santísimo Sacramento, y, junto a éste, la glorificación la santa tríada; a saber, las advocaciones tradicionales de la Virgen María (Asunción, Coronación, Inmaculada Concepción, Rosario, etc.) el Crucificado y S. José. Quizá esto se relacione con el desplazamiento de formas de una piedad más sensible y viva, tan propias de la Baja Edad Media como del Barroco (Devotio moderna), hacia las capillas laterales; en especial referidas a la devoción a las llagas de Cristo y Nuestra Señora de la Soledad, el culto a las Ánimas y la Virgen del Carmen, casi siempre en las naves de las iglesias. 2. Se dice que el Reino de Galicia contó en 1752 con 1.300.000 habitantes, lo que quiere decir que su población aumentó un 75 por ciento entre fines del siglo XVI y mediados del XVIII. Es así que las aldeas y lugares del litoral y valles pre-litorales de la Galicia atlántica duplicaron, las más de las veces, el número de sus vecinos durante la Edad Moderna. Ésta constituye una de las regiones de la Península con mayor densidad de población, pero con menor índice de concentración demográfica, menor número de ciudades y villas y menor tasa de población urbana. Hay que tener en cuenta que durante gran parte de la primera mitad del 1700 vivía en núcleos superiores a 2.000 habitantes el 4'9 por ciento de la población y sólo Santiago de Compostela (con 17.498) sobrepasaba el umbral de los 10.000 habitantes. De entre las comarcas con mayores densidades de población, a mediados del siglo XVIII sobresalían justamente Santiago de Compostela y su tierra, el valle del Ulla, Tabeirós, Arousa, O Salnés y la cuenca del Lérez. Éstas sin duda, contaron con los lugares y aldeas con mayor número de vecinos y con una compleja red de asentamientos, a los cuales, a mayores, hay que sumar las villas de la costa y un sinfín de núcleos semi-urbanos, sobre el eje que dibujan Noia (Noia, A Coruña), Padrón (Padrón, A Coruña) y Pontevedra (Pontevedra), hasta Cangas do Morrazo (Cangas, Pontevedra). Es así que el objetivo de esta Tesis Doctoral constituyó el estudio de la retablística y talla en el sur de la diócesis de Santiago de Compostela durante el siglo XVIII, en especial en las feligresías del arcedianato de O Salnés y el arciprestazgo de Iria Flavia. Hacia 1752, el arciprestazgo de O Salnés, un área geográfica que se extiende desde el valle del río Ulla al Verdugo y abarca buena parte de las Rías Baixas, contó con no menos de doscientas cincuenta, repartidas, éstas, en siete arciprestazgos (Ribadulla, Tabeirós, Moraña, Montes, Cobotade, Morrazo y Salnés). Si bien, para cerrar el área entre Pontecesures y Ponte Sampaio, al norte se le sumó la tierra de Padrón y el valle del Sar, esto es, el arciprestazgo de Iria Flavia, con treinta y una parroquias, y cuya jurisdicción llegaba al sur del río Ulla. Si la cultura del Barroco en el siglo XVII era producto de una sociedad moderna, en el Reino de Galicia, ésta era rural, campesina y señorial; habida cuenta que el crecimiento de la población durante el 1600 se forjó en el medio rural, y, no obstante, después de 1700, no se produjo un trasvase de población del campo a la ciudad. De esta suerte, la Galicia del Antiguo Régimen tomó parte en la disputa entre los que explican el Barroco como producto de lo urbano y los que lo hacen en cuanto que resultado de una sociedad y economía agrarias. Altas jerarquías, conventos, Fábricas y cabildos, nobleza e hidalguía constituyeron durante el Antiguo Régimen, en contextos urbanos, la principal clientela del artesanado y, en efecto, sostuvieron las actividades artísticas. Pues bien, si en el resto de la España barroca, la nobleza y las jerarquías eclesiásticas monopolizaron la actividad artística, en Galicia, en cambio, fueron los grandes monasterios (trece casas del Císter y nueve benedictinas), junto con las catedrales, la mejor clientela y los más generosos mecenas del Renacimiento y el Barroco. La ruralización es un hecho, pero también un desafío a la historia del arte. Habida cuenta que estas áreas del litoral y los valles pre-litorales eran, a su vez, las más dinámicas en relación con las actividades económicas; la Galicia atlántica quizá fuera entonces una región rica, la mejor articulada y la que presentaba las mayores densidades de población y aldeas y villas con mayor número de vecinos. Esto facilitó, pues, el florecimiento durante la Edad Moderna del artesanado y del comercio; por consiguiente, ofreció una mayor diversificación y dinamismo en sus mercados, frente a la Galicia interior, y, por de contado, un crecimiento de su demanda, que empujó, en fin, a los maestros y artesanos a moverse en busca de trabajo, etc. Claro que en relación con el hecho de la ruralización, hay que poner de relieve otros dos centros de interés: a) El mercado de la cultura (bienes simbólicos) en la sociedad rural del siglo XVIII, que no designa el conjunto de actividades orientadas a vender, comprar o permutar bienes o servicios, sino, más concretamente, el conjunto de factores implicados en la producción y venta del repertorio cultural por lo que promueve determinados tipos de consumo, según la teoría de los polisistemas de I. Even-Zohar. Por consiguiente, se trata de la posición que ocuparon las iglesias parroquiales en los campos de producción y consumo, en especial desde el último tercio del 1600; recuérdese que el atrio fue, en efecto, un lugar de reunión, donde se vendió y compró arte religioso, donde se decidía sobre el precio de los productos y se ajustaba su manufactura por medio del contacto directo con los productores. Al respecto, hay que poner de relieve su monopolio (de facto) en el medio rural, habida cuenta que la Iglesia reunió a productores y consumidores (clientela), y, a la vez, al sector más poderosos y con mayores recursos en el campo de consumo (clero) y al que poseía el control sobre el espacio destinado al intercambio de estos bienes simbólicos. Por otro lado, sería más provechoso concebir la cultura, o cualquier actividad socio-semiótica, como la red que se obtiene de la interdependencia (interrelación) de todos los factores, la institución, el mercado, los productores, los consumidores, el repertorio, etc. Sea como fuere, quizá las leyes de funcionamiento de esta interrelación vayan a explicar la restauración de las iglesias rurales, la riqueza del arte religioso, o bien el aumento en la producción de retablística y talla durante el siglo XVIII; según la teoría de la feria de las vanidadesde E. Gombrich. Es un hecho que se dio una concentración de la fabricación de retablos mayores durante los dos cuartos centrales del XVIII (abarcando el 75 por ciento de la producción), y, en especial, en el segundo cuarto (casi el 45 por ciento). Es así que se hacían ajustes de retablos mayores en las iglesias rurales, con un gasto medio de 1.500 a 2.800 reales; en ocasiones, por voluntad de las autoridades eclesiásticas; en ocasiones, por iniciativa de las parroquias, inducidas y tuteladas por el clero; pero con frecuencia por iniciativa de las cofradías. Hasta donde sé, esta concentración de producción de talla y escultura hacía parte de la planificación de la reforma de la Iglesia de Santiago de Compostela, en concepción y cronología, ya que el arte religioso se integraba entre sus medios de acción sobre la sociedad del Antiguo Régimen. Si bien, a la luz de los hechos, creo que esta dinámica tuvo graves consecuencias sobre el arte barroco. Se dio un aumento de la producción, seguido del crecimiento de la oferta, con la consiguiente multiplicación del número de maestros y oficiales; la bajada de los precios a resultas de la competencia y la estandarización de los productos a fin de responder a la demanda, etc. Sea como fuere, es cierto que el estado de las iglesias y las posibilidades del culto religioso en el medio rural quedaban, únicamente, en relación directa con los fondos de Fábricas y cofradías y con las posibilidades económicas del vecindario; una vez restado el papel de los factores de mediación entre consumidores, productores y repertorios en la cultura del Barroco (¿cuál fue la función del visitador episcopal, del clero parroquial o de los mayordomos de las cofradías?). Esto sin prejuicio de las tesis que hablan de las consecuencias de los movimientos de larga duración en la economía, caso de la prosperidad que se vivió después de 1700 y el alza de de los precios agrícolas. b) Por otro lado, la teoría de los centros artísticos, que se preocupó por situar dónde se produjo el arte y dónde se situaron los aparatos de la institución y el mercado (con auxilio de la geografía y la estadística). Cierto que durante el Antiguo Régimen las artes se desarrollaron casi siempre en horizontal (crecían con el mismo impulso que la demanda, pero evidentemente eran muy pocos los maestros y oficiales que llegaban a la cima de la pirámide de producción), y, a la vez, se subordinaron a los centros de producción, ya que su progreso obedeció a la potencia de estas manufacturas y a una mayor o menor concentración de los oficios relacionados con la carpintería y la cantería: por ejemplo, a lo largo del 1600, como se sabe, los principales focos de talla y escultura fueron Santiago de Compostela y Ourense. Sin embargo, luego, durante el XVIII, la fuerza del aparato de producción se trasladó a la Galicia del Atlántico, con el centro más importante en la Ciudad Santa y cuyas ramificaciones se extendían por el área central y sudoccidental de la Diócesis, caso de las villas de Noia, Padrón, Pontevedra, Redondela, etc. Si bien los oficios dependientes o relacionados con el trabajo de la madera abundaban también en el campo; ciertamente, éstos fueron muy numerosos en el interior de la antigua provincia de Santiago, donde, a mediados del siglo XVIII, en más de dos tercios de sus poblaciones había artesanos a relacionar con esta dedicación. Al respecto, hay que resaltar, por ejemplo, la concentración de carpinteros en la zona sudeste de su provincia, en Terra de Montes, Cotobade y el valle del Lérez. Junto a las referencias acerca del funcionamiento del campo de producción, no quería poner el punto y final sin antes subrayar las contribuciones hechas a una historia del retablo en la Galicia atlántica: a) En primer lugar, la llegada de Miguel de Romay (f. después de 1742) y su taller al sur de la Diócesis alrededor de 1726, a fin de hacerse con el ajuste del retablo mayor de la colegiata de Santa María de Baiona (Baiona, Pontevedra), en marzo de 1726. Quizá justo después de ser tallado y ensamblado el retablo mayor del Colegio de la Compañía de Jesús, hoy iglesia de San Bartolomé de Pontevedra (Pontevedra). Infelizmente, de su participación sólo hay pruebas circunstanciales (Miguel de Romay firmaba un contrato, en febrero de 1729, junto con Miguel García de Bouzas, con los jesuitas de Pontevedra; hay un grabado con firma Romai, hoy en el Museo de Pontevedra (1730 ca.), relacionado con el Marquesado de Mos y atribuido a éste, etc.). En fin, en caso de haber trabajo en la capilla mayor del Colegio de los jesuitas de Pontevedra, tendremos que reescribir algunas páginas, más o menos importantes, sobre la retablística en la Galicia del oeste, en relación con la introducción del estípite, las columnas torsas al nuevo estilo y las entalladas, con decoración por los fustes de cintas, lazos y óvalos. b) Santiago de Compostela fue uno de los centros de producción más prestigiosos e influyentes, que difundió repertorios y formas sobre una extensa área que sin duda sobrepasó los límites de su Diócesis. Esta influencia se sintió en la Galicia altlántica a través de la fijación de una tipología, después de 1700, identificada por el uso de columnas salomónicas, una estructura subordinada al eje central, dividida en cuerpo principal y ático, con al menos cuatro cajas en disposición triangular. Conjuntamente, gracias al obradoiro de San Martiño Pinario (Santiago de Compostela), a partir de 1730, y a la acción de otros talleres y maestros de arquitectura y escultura de la Ciudad Santa, que llevaron este arte más allá de sus murallas e iglesias; caso de Manuel de Leys (d. después de 1766), Luís Parcero (d. antes de 1760), José Gambino (d. 1775), etc. c) Si bien en el siglo XVIII, al margen de Santiago de Compostela, hubo otros focos, como Noia, Redondela o Pontevedra: éstos fueron, en efecto, responsables por la introducción del estípite y su utilización como soporte en estas estructuras de madera. En Pontevedra, en particular, hay que poner de relieve la familia de los Dacanle, donde encontramos pintores, escultores y entalladores, ya que éstos arrojan luz sobre la obra del retablo mayor de la iglesia de Santa Clara de Pontevedra, levantado hacia 1733. De la misma manera, hay que resaltar la figura de Benito Rey, otro entallador de la villa del Lérez, activo entre 1750 y 1759; tal vez éste haya sido el mejor ejemplo de la unión de los estilos de Fernando de Casas y Simón Rodríguez al sur del río Ulla.